Monday, May 16, 2011

MY DYING BRIDE “The Dreadful Hours” (Peaceville Records, 2001)


En 1993 My Dying Bride destruyó la concepción que tenía sobre la música hasta aquel entonces. Destruyó los límites entre lo extremo y lo hermoso, la agonía y el éxtasis. Me destruyó a mí. Y las consecuencias perduran hasta el día de hoy. Jamás volví a percibir una obra sonora de la misma forma. A partir de aquel entonces, las vivía en carne propia. El culpable: “Turn Loose The Swans”, piedra fundamental dentro del resurgimiento y posterior redefinición del “doom metal” en la década de los '90, y el trabajo más admirado de los ingleses hasta la fecha. El “metal gótico” tal y cómo lo conocemos hoy adquiere su verdadera dimensión en este álbum (junto con “Gothic”, Paradise Lost, y “Serenades”, de Anathema, editados en 1991 y 1993 respectivamente), para luego diseminarse por una miríada de nuevas y fascinantes posibilidades. La belleza emanada por la placa resultaba intolerable en su lujuria, un manjar de miserias y romanticismo retorcido que se fijaba al paladar del corazón para nunca jamás desprenderse. En My Dying Bride las guitarras no producen melodías, sino que lloran. Y el llanto es conmovedor. Piano y violín se incorporaban al vocabulario del metal de forma definitiva, luego de numerosos experimentos previos. La combinación exudaba una magnificencia exquisita, y rociaba a las canciones de un perfume tan clasicista como fúnebre. El reloj parecía detenerse en clásicos como “The Crown Of Sympathy”, “The Snow In My Hand” o la estupenda “Your River”, insólitamente extensas y repletas de ritmos lánguidos y riffs que se ubican más allá del nivel de aquello que conocemos como “negro”. Desde ese día, la edición de cada nuevo álbum del grupo representa una ceremonia profundamente personal para mí. Y si bien las expectativas no siempre fueron colmadas (“34.788%... Complete” de 1998 no resultó la abominación definitiva del género, después de todo, pero aún lo considero un trabajo mediocre), sigo pensando que sencillamente no existe ninguna otra banda como My Dying Bride.

Placas como “The Dreadful Hours”, justamente, reafirman mis sentimientos. Si “The Light At The End Of The World” (1999) constituyó una suerte de “regreso a las raíces” un tanto obligado y apresurado por las circunstancias (léase el fracaso comercial y crítico del mencionado “34.788 %... Complete”), este séptimo larga duración consolida de forma definitiva las intenciones del ahora quinteto. De haber sido editado por alguna otra banda de menor envergadura dentro del género, “The Dreadful Hours” sería considerado una obra maestra o, cuanto menos, una revelación. Pero al tratarse de My Dying Bride resulta tan sólo un reencuentro; aunque acaso el más reconfortante de los últimos 5 años. El arte de tapa más extraño y fallido que haya adornado la presentación gráfica de la banda (por sí misma, un fascinante portfolio de fotografías ambiguas y bizarras) no le hace justicia alguna al material contenido en su interior. El tema que da nombre al disco se encarga también de abrirlo, y su hechizo es inmediato. La voz de Aaron Stainthorpe vuelve a ser desgarradora y gemebunda sin priorizar ninguno de ambos estados de ánimo, y sonando, de hecho, más efectiva que nunca. Nada hay de virtuosismo en su garganta, por supuesto, pero el rol de trasladar las tragedias trazadas por su propia pluma del papel al ámbito sonoro lo desempeña con sumo afianzamiento. Tanto Andrew Craighan (guitarra) y Ade Jackson (bajo) constituyen los miembros originales restantes, y sus estilos evidencian similar solidez. El puesto de segundo guitarrista es ocupado en esta oportunidad por Hamish Glencross, y Shaun Steels (ex-Anathema) continúa tras los bombos y platillos al igual que en “The Light At The End Of The World”, esta vez implementando incluso una efectiva descarga de blast beats (“The Raven And The Rose”, de 04:03 a 04:26), un bienvenido resabio del pasado, y priorizando los ritmos trabados y repetitivos al estilo de Rick Miah (baterista original) en los trabajos iniciales del grupo. Y por primera vez desde el alejamiento de Martin Powell, la ausencia del violín -aquel distintivo y distinguido ingrediente del sonido de My Dying Bride- consigue ser sobrellevada con suma facilidad gracias a dos factores específicos: la soberbia delicadeza de los teclados a cargo de Johnny Maudlin (de Bal Sagoth, aquí a modo de invitado), y la decisión por parte de Craigham de emular el sonido de las tres cuerdas con las seis de forma simplista, evitando sabiamente recargar las atmósferas. Esta técnica ya había sido explorada anteriormente en “The Light At The End Of The World” con resultados dispares, pero aquí su efectividad es absoluta. My Dying Bride nunca será 100% My Dying Bride sin la presencia del arrume melódico de un violín real (electrónico o no), pero la forma en la que el grupo perpetúa su sonido exitosamente sin el -para muchos- ingrediente fundamental, es en verdad notable. El comienzo de “My Hope, The Destroyer” recuerda de alguna forma a la sublime “For My Fallen Angel” (de “Like Gods Of The Sun”, 1996), pero la inesperada entrada de la batería transforma el sufrimiento en adrenalina, produciendo acaso la canción más lograda de toda la placa. Por el contrario, la nueva versión de la monumental “The Return Of The Beautiful” (de “As The Flower Whiters”, el álbum debut de 1992), aquí re-titulada “The Return To The Beautiful”, resulta una adición por completo innecesaria debido a las escasas novedades de su puesta al día.

El álbum posee una cierta monotonía estructural y lírica que se torna aún más evidente al compararse con el material previo, pero esta es una consecuencia lógica y esperable tanto del género como de la estética sonora y literaria que la banda adoptó como estilo (acaso la enfermiza prosa de Aaron sea la más perjudicada a medida que los años transcurren). No obstante, “Black Heart Romance” y “La Figlie Della Tempesta” sorprenden por su fluir mayormente calmo y sereno. Uno puede incluso predecir las direcciones que algunos de los temas toman; o acaso se trate en realidad de un deseo no cumplido sobre la forma en la que uno quisiera que los temas continuaran, como es el caso de la citada “My Hope, The Destroyer”. A partir de 06:21 los teclados  desatan un bellísimo torbellino emocional que sin embargo es detenido 3 segundos más tarde, al finalizar impredeciblemente la canción. Y cada vez que la escucho puedo imaginar cómo hubiese proseguido y me golpeo la cabeza ante la torpeza de la banda por no haber tomado tal decisión, prueba suficiente para demostrar el extraño lazo afectivo que la música de My Dying Bride entabla en mi persona.

Porque no caben dudas: My Dying Bride no es para el gusto de cualquiera; pero yo, al menos, me alegro de poder incluirme en la minoría. Y casi veinte años más tarde (ADVERTENCIA: frase estereotipada a continuación) -¡cómo pasa el tiempo!-, sigo siendo la misma persona en la que me convertí luego de que “Turn Loose The Swans” irrumpiera en mi vida para darle un vuelco considerable. Se trató, en efecto, de una experiencia imborrable... Esas que probablemente nunca se repiten.

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